viernes, 12 de diciembre de 2014

La primera vez

Era la primera vez. Una primera vez demasiado primera; tan no imaginada que hubiera parecido imposible que se diera no solo una primera, sino incluso alguna vez...


Tenía tantas ganas de besarla que descaradamente mis ojos buscaban sus labios. Me hipnotizaba unos segundos con su boca. Una boca perfecta para el deseo. Labios carnosos, todo jugo entre ellos. Rosados, casi rojos, voluptuosos. Imposible no querer probarlos, no intentar alcanzar a rozarlos siquiera. Una fuerza poderosa te llevaba a ellos como las olas del mar te arrastran hasta la orilla. Y como esa ola que va y viene, sin parar: un deseo estático que no cesa.

Ella no era consciente de la revolución que provocaba porque había nacido con ese magnetismo. Que era guapa, lo era. Pero no una belleza vacía que te lo da todo a primera vista. No, su atractivo era potente: la cadencia de sus gestos, su mirada, el modo en el que movía las caderas al andar. ¡Cómo caminaba! Parecían pasos de baile los que daba. Todo con un ritmo perfecto, en la postura, en reposo, en movimiento. Verla, solo observarla unos minutos te subía las pulsaciones. La fuerza de sus encantos nunca pasaba desapercibida. Era una mujer extraordinaria. 


Yo no tenía capacidad para rechazar ese fruto. No era posible decir no en nombre de la normalidad, o cualquier otro cuento chino. Me excitaba solo mirarla un poco. La deseaba hasta el dolor. Mis latidos desbocados llegaban casi a hacerme perder el sentido. Y tenía que respirar profundo para reanimarme dentro de esa muerte que suponía no echarme en sus brazos y abandonarme al placer húmedo, chorreante; empapada en sus besos, su saliva, sus dientes; el tacto de su piel, su cuello, su pecho, las curvas de su cuerpo, el roce de su sexo, el orgasmo perfecto: intenso, largo, casi mortal...

El juego erótico ya no se disimulaba. Ella sabía tanto como yo que íbamos a caer la una sobre la otra, revueltas o mezcladas en el acto supremo. Nos deseábamos con la urgencia de la primera vez que tocas el cielo, alentadas, dispuestas a no perdérnoslo. 




              





domingo, 16 de noviembre de 2014

Tu cumpleaños

Hoy, dieciséis de noviembre, es tu cumpleaños. Ya no cumples. Pero siempre seguirá siendo tu cumpleaños. Una semana justa antes de ese día te marchaste. Hace ya seis años. Cómo pasa el tiempo. Rápido cuando nos parece que vuela. Lento cuando nos parece que no avanza...

El tiempo es relativo. Pero seis años son muchos. Así lo veo yo ahora que hace seis años, más bien siete, desde tu último aniversario.  

Sueño contigo muchas veces. Sueño y ahí estás tú. Sales de mil modos en mis escenas oníricas. Y yo pienso y sé que eres tú, que ya no estás. 

Recuerdo muchas cosas de cuando era pequeña. Fui una niña con un gran mundo interior. Como casi todos los niños, supongo. Se me vienen momentos grabados en mi retina infantil.


Tengo la imagen de un cucurucho de helado de chocolate enorme. Exagerado de grande. Me lo compraste en el centro, en la Plaza de las Tendillas, de Córdoba. No sé los años que tendría, acaso nueve o diez. Qué importa. Me diste a elegir el tamaño y me sorprendió que aceptaras mi petición. No solías dar caprichos así como así. Ese día me comí el cucurucho más grande que jamás hubiera pensado. Me descolocó tu concesión. Pero me encantó ver tu cara satisfecha mirando cómo chupaba esa bola enorme, intentando que no se cayera. 


Una tarde salimos a pasear, yo llevaba una pelota mediana de goma, de colores, preciosa. Era nueva, recién la estrenaba. Tú me habías aconsejado no llevarla. Podía escapárseme de las manos e ir a parar a la carretera, que pasara un coche y, como efectivamente ocurrió, la estallara; rajándola en varios trozos. Cuando la pelota iba directa hacia el coche y vi como la destrozaba, me di cuenta de lo fugaz que puede pasar una dicha y de cómo la fatalidad nos envuelve. Lloré tanto por esa pelota. Era tan preciosa mi pelota, mía por una tarde. La mejor pelota que tuve nunca. Tú solo me respondías: te dije que pasaría, no llores más. Pero mi pena era porque yo quería esa pelota, la pelota más preciosa que nunca tendría.



En una ocasión me hiciste un vestidito,muy típico de aquella época de los setenta, que me pareció lindísimo. El cuerpo de "panal de abejas", mangas cortas "bombachas", cuello bebé; beige con pequeñas florecitas. Mi media melena con una felpa. Los calcetines blancos hasta la rodilla y unos zapatos tipo mocasines, azules con la pala blanca. Se me veían unos pies enormes, porque yo era bajita pero con un número grande de pie para mi constitución pequeña. Recuerdo, cuando lo estrené, que fuimos de visita a casa de mis tíos. Yo fui presumiendo de vestido y creo que tú también. Me veía tan guapa (me sentaba estupendamente) con ese vestido hecho por ti a mi medida.





Me vienen muchísimos recuerdos de cuando era pequeña y tú suponías tanto en mi mundo, es decir, todo. Ya de mayor es como si quisiéramos o tuviéramos la necesidad de ser otros muy distintos. Todo se diluye. Todo queda flasheado reconfortándonos en la ansiedad, en la pérdida, que, desde hace ya tanto tiempo, hemos perdido...





Los años se cumplen porque efectivamente ellos pasan, van a seguir pasando. Nos sucederán los días, todos los días (incluidos aquellos que nos sobrevivirán) cumpliéndose. Por eso hoy (no puedo pasarlo por alto) sigue siendo tu cumpleaños, aunque tú ya no cumples. Para los que nos quedamos, a veces, hay fechas en el calendario, días, que hacen un nudo en el corazón y aprietan fuerte.










lunes, 6 de octubre de 2014

El autobús de las diez y cuarto



Estaba esperando a que dieran las diez. Solía levantarse temprano, se preparaba y siempre le sobraba tiempo. Como ahora, más de media hora de adelanto. Eso le daba rabia. No era capaz de calcular el tiempo que le llevaría estar lista. Bueno, mejor que sobre que no que falte, se decía siempre mentalmente. Podría tomarse un segundo café negro, sin azúcar, aunque eso le incomodaba porque recién se había cepillado los dientes, por eso de estar ya lista... Sin darse cuenta, en un plisplás, ya son las diez.


Hoy ha conseguido que le sobren veinte minutos. Algo es algo. Va mejorando en eso de calcular el tiempo. O quizá sea debido a que se ha entretenido más que otros días en levantarse, arreglarse, desayunar... Sentía un cansancio que la ralentizaba. Se lo notaba en las piernas: pesadas y torpes. Sus movimientos los había notado más lentos y al final eso significaba tardar más en todo. Aún así, todavía le habían sobrado veinte minutos. Hoy necesita ese segundo café, aunque ya se haya lavado los dientes. La cafeína le ayudará a ponerse a funcionar más rápido.


Está claro que levantarme a las ocho de la mañana, es tiempo más que suficiente para estar lista a las diez. Dos horas son mucho y siempre me sobra tiempo. Pero, sabéis, prefiero que me sobre a que me falte. Así voy tranquila, sin estrés, sin agobios. No está la cosa para echarle más tensión. Total, esperar a que den las diez me hace reflexionar sobre el tiempo. Cuando den las diez, yo me marcharé como todos los días. Cerraré la puerta y caminaré hacia la parada del autobús. Cogeré el de las diez y cuarto. Si no hay retraso, solo esperaré unos minutos como mucho.


Todos los días, festivos incluidos, durante casi ya un año, sus mañanas son siempre iguales. A las ocho en planta, desayuno y aseo. De punta en blanco a esperar a que den las diez. Llueva, con viento, haga calor; verano, otoño, invierno y, como ahora, primavera. Siempre el mismo ritual. Trescientos veintiocho días lleva repitiendo este modo de amanecer: espera hasta que dan las diez y sale de su casa a coger el autobús, sobre las diez y cuarto, minuto más, minuto menos.


Ahora está hablando con él. Lo besa, le acaricia el rostro. Sonríe, lo mira como si fuera la primera vez. Aquella primera vez cuando lo miró y un mar azul la inundó, ahogándose en felicidad. Se lo recuerda. ¿Te acuerdas de la primera vez que nos miramos? Fuimos tan atrevidos, estuvimos sin hablarnos durante horas; pero no dejamos de mirarnos, hipnotizados...


Tener que coger el autobús a las diez y cuarto, minuto más, minuto menos, la disciplina. Hace que todos los días sean iguales. No un día a las diez, otro a las diez y cuarto, otro a las diez y media. No. Ella tiene una cita ineludible y no puede estar fluctuando en su ritual. Es muy cómodo saber que a las diez y cuarto, minuto más..., ella cogerá ese autobús que la llevará cada día a encontrarse con él. Le ayuda muchísimo esa rigidez en sus actos. Sin el más mínimo cuestionamiento es muy fácil dejarse llevar. Si todo lo verdadero ocurre, si la noche sigue al día, y después amanece irremediablemente, el tiempo, ese reloj tan preciso, seguirá marcando la hora. Acaso pueda eludir la mañana que se abre en la ventana corriendo las cortinas, pero el día detrás está pasando. La vida pasa como ese autobús de las diez y cuarto.


Siempre nos ha gustado mirar el mar en silencio. Durante años hemos venido hasta aquí a contemplar los azules, a oler la sal, a ver la gama de colores del cielo, a respirar juntos este paraíso que se nos ofrece. Vivir cerca del mar nos hizo mejores. Su belleza se pegó a nuestra piel. Enriquecía nuestras vidas; era un extra del que podíamos presumir. Tú nunca has sido de "dártelas de nada", pero cuando hablabas del mar, lo hacías con una sonrisa que delataba el orgullo de quien posee algo muy preciado. No era cuestión de dar envidia porque ese milagro no estaba vetado para los demás; sin embargo siempre me he preguntado si en en el fondo tú sabías, veías algo más de lo que el común de los mortales no nos percatábamos. ¿Qué secreto habías descifrado para sentirte tan orgulloso de poder ver, sentir, amar, gozar de tu mar? Yo me contagiaba de ti y era consciente; y era feliz, y veía con ojos nuevos todo lo que tú me comentabas. ¿Te has fijado como huele hoy?, parece que hay una conspiración para que todo esto pase. Eso decías y yo te creía, como si hasta ese momento no comprendiera la vida.


El tiempo pasa. Llegar hasta este día, el trescientos veintiocho, no ha sido difícil, si, como es natural, a un día siempre le seguirá otro y otro; otro mes, un año más... Días que pasan uniéndose en una línea recta o curvilínea, a veces en espiral. Amontonándose las jornadas, ocupando nuestro espacio, abarrotado ya por la constante cadena de los días que pasan.


Y hoy, como otros días, aquí está ella. Contempla el mar y sueña.
No sabes cuánto he cambiado durante este tiempo que vengo aquí, a estar contigo un rato, unas veces corto, otras más largo, según cuadre. Para mí es suficiente con saber que vengo y aquí estás tú, sin fallar ni un día, como las cosas que son de verdad. Pues sí, he cambiado porque ya no soy la misma. No quiero decir que tú no me reconocerías, no es eso. Dentro de mí tengo mucho más de lo que nunca habría imaginado: me he llenado. Si puedo decir que estoy completa, no es un farol. Lo estoy, ya he recompuesto las partes rotas dentro de mí. Más o menos las he arreglado y puedo apañármelas. Ahora sé que puedo. Quizá he podido siempre. No sé, todo esto me está ayudando. Una vez más tú me salvas.


Ya sabe que completará el año, los trescientos sesenta y cinco días. Ha llegado lejos, total, ¿qué le quedan? Treinta y siete días le faltan. Los cumplirá, ya es rutina, no incomoda, es algo que se hace sin pensar, no cuesta, ya está integrado. Cuando haga el año, no seguirá esta peregrinación diaria. No volverá a coger el autobús de las diez y cuarto. Ella nunca ha sido de coger autobuses. Le gusta conducir y el coche siempre le ha dado mucha independencia. No quiere decir que no volverá alguna vez a su cita. Puede que lo haga pero no de este modo que lo ha venido haciendo durante este último año. Treinta y siete días y acabará esta peculiar "performance" que ideó una mañana casi sin proponérselo. Desde el primer día sintió que aquello le venía estupendamente: ir a encontrarse con él en el único sitio donde podía estar si no se hubiera ido ya para siempre.


Con su media sonrisa comienza a andar alejándose, se vuelve un segundo y hace un gesto con la mano: hasta mañana, amor mío. Sigue caminando.




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 "Quiero que vivas mientras yo, dormido, te espero,
  quiero que tus oídos sigan oyendo el viento,
  que huelas el aroma del mar que amamos juntos
  y que sigas pisando la arena que pisamos."
                                       Pablo Neruda 



lunes, 15 de septiembre de 2014

Seis refutaciones a planteamientos muy comunes de personas "hetero" (aunque manifiestamente "gayfriendly") y "homo" (armarizadas).









"Yo no voy diciendo por ahí que soy heterosexual."

1. Yo necesito decirlo porque si no, me presuponen hetero. Imagínate un mundo al revés en el que  la homosexualidad fuera la norma y a "tod@s" desde pequeños nos trataran como tales. De locos, ¿verdad? Entender la diversidad, invalida las etiquetas. Soy diferente pero igual de respetable.



"No me importa con quien te acuestes."

2. No es solo acostarse. Si compartes tu vida con alguien, y no hay nada que me lo impida, ¿por qué voy a ocultarlo? 



"Tu vida sexual es íntima pertenece a tu vida privada."

3. No hay que entrar en detalles, pero cuando se tiene pareja sentimental es muy común tener relaciones sexuales con ella. Se hace sexo en privado, pero es muy social salir por ahí con tu pareja (relacionarse con otros y no tener que presentarla como "amig@")



"A nadie le interesa saber tu orientación sexual. Vivirla en secreto es respetable."

4. Sí, si tu lo eliges así. Las razones de vivir armarizado son muchas y variadas. A veces, el miedo a la discriminación, al rechazo en el trabajo, la familia, los amigos... En muchos casos también aparece una homofobia interiorizada (sentirse culpable por ser contrario a la norma, o lo que se llama "correcto") que impide a uno aceptarse tal y como es, convirtiéndosele en insoportable ser descubierto. 



"Conozco a parejas gays y no me lo han tenido que decir. No hace falta, se sobreentiende. Todo el mundo lo sabe y sin problema."

5. Mi pregunta es: si no hace falta decirlo, ¿es necesario callarlo? ¿Normalizar sin visibilizar? Es decir, sabemos que existís, pero la heteronormalidad es lo que se visibiliza, otros modelos no. Grave error: la visibilización da referentes necesarios para una normalización. 



"Los temas sentimentales y/o sexuales deben tratarse con cierto pudor y no exhibirlos. No entiendo lo del ORGULLO."

6. No veo exhibición ninguna en afirmar que amas a una persona de tu mismo sexo. Ser gay no es un extra, pero tampoco resta como algo negativo. Orgullo de ser como eres.
Amar no da vergüenza, odiar sí.






martes, 9 de septiembre de 2014

Soy viejuna (reflexiones y otras ideas)





     Siempre me han dicho que no aparentaba la edad real que tenía. Me restaban años (a veces un número exagerado) del tirón. Ahora, con 48 "tacos" siguen diciéndomelo.  No sé, yo me veo un poco "viejuna". La edad se nota porque no es solo físico, adquieres un bagaje que te impide identificarte con etapas anteriores: te das cuenta de que tú ya ni haces, ni piensas, ni te diviertes con lo mismo que hacías, pensabas o te divertías con 20 años...

     "Estás fantástica para tu edad". Esa frase que puede sonar a piropo, me crea cierta inquietud. Mi edad puede convertirse en un "a pesar de" que no me parece del todo exacto. Los años pasan y me convierten en la "señora mayor" que soy. Mis años se me han grabado a fuego en mi piel, en mis ojos, en mis manos...Soy la que soy ahora porque ellos me han ido manteniendo. Son mi esencia y que sigan pasando, por favor :)) 
     No veo mérito en parecer más joven. La genética, una buena alimentación, actividad física, vida sana y sin estrés... Todo esto puede ayudar a lucir tipo con una edad ya de peinar canas. 
     
     Para mí el físico es muy importante: tenemos un solo cuerpo para toda nuestra vida que debemos cuidar por nuestro bien. Esto es la base. Pero cuando cumples años y te encajas casi en el medio siglo, tus "encantos" son, sobre todo, tu modo particular de ver la vida. Una peculiar idiosincracia que te hace brillar sin esfuerzo. No sé si me explico. 

     Lo que quiero decir es que hay gente muy mayor que mantiene una mirada soñadora que evoca la ilusión, las ganas, el atrevimiento, la lucha, el no conformarse... Esa mirada es la que yo quisiera tener y conservar siempre.

     Lo cierto es que ahora, en esta madurez en la que me estoy instalando estoy muy a gusto conmigo. Física y mentalmente me molo. 


     Soy feliz, qué más puedo pedir.









Adenda:  
Estoy convencida de que gran parte de "conservarme" (vaya palabro más feo) tan bien se lo debo a la vida que hace ya tantos años comparto con ella, mi "soulmate", mi único y gran amor: culpable al cien por cien de mi felicidad.







miércoles, 30 de abril de 2014

ORÁCULOS IMPERFECTOS.




     Me aferraba a su cuello, lo apretaba tan fuerte que casi no lo dejaba respirar. A pesar de mis pequeñas manos, de mis bracitos de niña canija, me enganché a él con tanta fuerza que habría sido imposible despegarme. Creo que llegué a hacerle daño. Mi llanto, mis sollozos pegados a su oreja, mi pánico, en definitiva, tampoco le hacían fácil la maniobra. Mi padre me sostenía en sus brazos dentro de la piscina e intentaba, infructuosamente, calmarme.No recuerdo cuánto tiempo estuvo conmigo en ese infierno. Como fue tan traumático, imagino que a ambos nos parecería eterno. 

     Regresamos a casa y se lo plantó a mi madre:

- Toma los carnés. Es tontería que seamos socios. Ya puedes tirarlos, si quieres, para lo que van a servir... Esta niña es un caso perdido.

     Y la niña, con los ojos muy abiertos, fue sentenciada. Entendí perfectamente que estaba negada: lo había dicho mi padre.

     Lejos de sentir vergüenza, miré fijamente a mi madre (ella no sabía nadar y siempre había manifestado su miedo al agua) y sentí un odio impropio para mi edad. Me odié a mí misma por no haber sido valiente y que mi madre pudiera enorgullecerse de mí. Y odié a mi padre porque comprendí, [tan pequeña (qué curioso)] que no hablaba solo de mí; la niña había montado un espectáculo en la piscina delante de todo el mundo, sí, pero en su tono, mirando a mi madre, sus palabras querían decir: "tú tienes la culpa de que esta enana tenga fobia al agua". 

     Si mi padre hubiera sido consciente de sus palabras, quizá no las habría dicho, o no delante de mí. Fue con el cuento a mi madre y eso no se lo iba a perdonar en la vida. Ocho años parecen pocos para tener las cosas claras. Yo maduré pronto.

     El problema era mi estatura. No hacía pie en el lado más bajo de la piscina. Esa era mi tragedia. La piscina "grande", incluso la parte menos honda, estaba vetada para una miedica bajita como yo. Para más inri veía como otros niños y niñas, igual de bajitos que yo, eran capaces de tirarse y nadar hasta el bordillo; agarrados allí, descansaban y con un gran impulso alcanzaban la escalerilla y otra vez se lanzaban al agua. Tal actividad frenética me atrajo sobremanera. Los observé durante mucho rato intentando encontrar la clave, el secreto de su voluntad, de su arrojo y fui consciente de que sus actos provocaban una felicidad extrema. La alegría en sus caras mojadas; las carreras y risas con sus cuerpecitos empapados me revelaban que aquello para lo que yo "estaba negada" [según mi padre], podía regalarme una diversión y felicidad que yo no estaba dispuesta a perderme. 

     El miedo, ese paralizador del juego, no podría conmigo. O sí, pero después de haber intentado algunas estrategias que mi pequeño cerebro ya estaba procesando. La combinación escalerillas y borde de la piscina eran sin duda la clave para conseguir mi objetivo: bajar por las escaleras despacio, agarrándome, y sujetarme con fuerza a ese borde era mi único salvavidas. Luego, el recorrido tendría que repetirse por toda la línea del borde de una punta a otra, de una escalera a otra. Para ello mis manitas, mis dedos tan tiernos se apoyarían sobre ese bordillo duro, áspero y escurridizo; mi cuerpo, sumergido casi al completo y mis piernas moviéndose sin parar harían el resto...

     Mi avance era de derecha a izquierda y luego de izquierda a derecha. Dios sabe cuántas veces repetí esa maniobra, ese recorrido casi cómico, visto desde fuera. El esfuerzo era máximo pero mi obstinación me llevaba a no detenerme; incluso cuando me encontraba con alguien que pudiera obstaculizar mi camino, me paraba y esperaba a tener nuevamente vía libre. Me imagino que me veían tan enfrascada en este ritual que solo me interrumpían unos segundos. Salían nadando, salpicando agua y casi cegándome. Yo me mantenía firme intentando no desestabilizarme ni física, ni emocionalmente. Sabía que todo este proceso tenía que ser una experiencia positiva. Intuía que valía la pena agotar mi pequeño cuerpo, cada vez más relajado en el medio acuático. El agua era diversión garantizada. El agua no era ni tan amenazadora, ni tan difícil de dominar. Era cuestión de perseverar, de practicar y sobre todo de perfeccionar mi tímida pero efectiva técnica.

     Nadar, en ese momento para mí, consistía en meterme en el agua y no sentir pánico, agarrarme fuerte en el borde y avanzar (ir a la derecha o a la izquierda a lo largo del borde). No soltarme, al principio, pero poco a poco ir quitando una mano, mover las piernas, balancearme... Meter la cabeza debajo del agua era algo que vendría antes de lo que yo nunca hubiera imaginado. Yo sola había logrado convencerme de que podía. No consigo acordarme del momento en que empecé a flotar, a nadar como "los perritos" (así lo llamaban). Creo que fue algo natural debido a mis inagotables y genuinas prácticas natatorias.

     Hubo importantes daños colaterales o, mejor dicho, "digitales". Las suaves y tiernas yemas de mis deditos las tuve en carne viva durante unos cuantos días. El roce del borde había provocado semejante carnicería. Cuando mi madre lo descubrió, yo le juré (le mentí) que no me dolían en absoluto. Le quité importancia, orgullosa de mi hazaña. Mis dedos quemados, se iban fortaleciendo, se encallecían, huellas renovadas que me servirían para otra cosa, quién sabía... 






     Me viene a la memoria este recuerdo de mi infancia y creo (estoy segura) que esta experiencia dejó una impronta en mi carácter que formó ya parte de mi personalidad futura: aunque te duela, si le pones fuerza, convicción y, sobre todo, partes del hecho de que solo al final puedes decir si algo "es"o "no es", seguro que siempre merecerá la pena intentarlo.

     "No puedes". "No podrás". "No, tú, no." 
     Atrevidas negaciones. Audaces sentencias. Oráculos imperfectos.



Teo
30 Abril 2014




                                  




lunes, 10 de febrero de 2014

Juan Pozo






- Pase, entre y siéntese, por favor. 

- Con su permiso [sentándose].

- Sí, por favor. Y bien, me han dicho que usted es escritor... ¿Alguna prueba de ello?...
¿Debo creer que usted es realmente escritor porque escribe o...?

- No, por favor, permítame que lo interrumpa. No, “escribir” no es el motivo, escribir es de lo más común, diría que es hasta vulgar. No me malentienda, yo no escribo...

- ¿Quiere usted decir que no es escritor?... No me conteste, mejor, hábleme de un día normal en su vida. Cuénteme una de sus jornadas más comunes de estos últimos... ¿diez años?

- Me levanto siempre temprano, la edad hace que madrugue y duerma poco. Me aseo, desayuno y de sopetón empiezo a respirar como si antes estuviera muerto. Sí, es después del desayuno, cuando escribo. No escribo solo por la mañana, también después del almuerzo, antes y después de la cena y antes de dormir (hay noches que me desvelo escribiendo, le quito horas al sueño que luego me las cobra por la mañana). Sin embargo, y eso me parece curioso, nunca me he despertado en la madrugada y me he levantado a escribir, nunca. Si me levanto, muy pocas veces, es para ir al baño y volverme a mi cama a dormir. Como un robot, sin apenas conciencia, un sonámbulo cuya vegija manda.

- Continúe, por favor, es muy interesante eso que dice, muy, pero que muy interesante...

- No, si yo ya he terminado.

- Con que esas tenemos... Ese es un día “normal” en su vida. Muy interesante, ¿no cree usted?.

- No sé que decirle, comprenda que para mí es un día “normal”

[Silencio]
[Se miran el uno al otro durante unos segundos]

- De modo que es usted un escritor profesional [casi suspirando].

- Yo no he dicho eso. Escribir nunca ha sido mi oficio. Quiero decir que no vivo de ello.

- Y entonces, puede usted decirme a qué se dedica, cómo se gana la vida, qué actividad (aparte de escribir) ocupa su tiempo.

- Si se refiere a quién trae el dinero a casa, es mi mujer la que lo hace. Vivimos de su sueldo los dos, pues mi pensión es ridícula. Yo estoy en casa, me ocupo de las tareas domésticas (más o menos), los perros, la comida (a veces)...

- Y aún así, le queda tiempo para escribir... Muy, pero que muy interesante.

- Le repito que a mí no me resulta llamativo. Es mi vida, ya me la sé.

- Todavía no he leído nada de usted. Tengo la costumbre de entrevistarme con el escritor antes de hacerlo. Siempre lo he hecho así, y llevo treinta años... ¿qué le parece?
[Siempre hace preguntas sin esperar respuesta]
Pero dígame, ¿sobre qué escribe?, ¿qué género es el suyo?, ¿o quizás toca varios palos?

- Mis escritos, probablemente, no le resulten interesantes.

- ¿Por qué dice usted eso?

- Porque no responden a ningún... ¿"género", ha dicho? No sé cómo explicarlo.

- Inténtelo, por favor.

- Mi impulso brota casi siempre de un espasmo a nivel del sistema parasimpático.

- Del sistema pa-ra-sim-pá-ti-co, ¿qué me dice? Justamente del parasimpático. Asombroso. Si pudiera usted desarrollarlo, por favor.

- Hay poco que desarrollar. Si conoce el sistema nervioso, el parasimpático pertenece al sistema nervioso autónomo, que controla las funciones y actos involuntarios. Es decir, que el acto de escribir en mí, funciona así. Ahora bien, que sea involuntario no quiere decir que no sea vital, usted me entiende, ¿no?

- Puedo hacerme una idea, pero continúe, por favor, no se pare.

- Hay días que puedo notar el nervio vago, ese que cuando lo presionas quita el hipo. Pero..., ¿de verdad le interesa esto? Creo que usted me está tomando el pelo, perdóneme que sea tan franco, pero...

- No hay peros que valgan. Usted me interesa. Tengo mis razones. Pero siga, por favor, haga un esfuerzo y explíqueme qué escribe y no, por qué escribe. No es tan difícil, sobre todo para un escritor.

- Yo no soy escritor. Discúlpeme, creo que no he sabido explicarme. Escribo por impulsos y como no puede ser de otra manera mis escritos son eso mismo: solo impulsos, no me sale otra cosa. No podría llamarlo de otra manera. No quiero. No puedo, para ser honesto, decir que soy escritor. Y sí, escribo; todo lo que sale de mis gastadas neuronas se transforman en absurdas historias, absurdos cuentos, absurdos poemas, absurdos diálogos... Nada que merezca la pena. Desengáñese, no escribo nada que pueda interesar a nadie, ni siquiera a usted que me mira alucinado, pensando que tiene delante algo interesante. Ni siquiera un verso, ni una línea, ni un guión puede merecer la atención de nadie. Tampoco puedo pedir nada, porque no es algo que yo controle. Recuerde lo del parasimpát

- Cállese, no siga. Usted tiene algo oculto, algo que solo usted es capaz de crear, casi sin esfuerzo, y ¿pretende que a mí no me interese ver, leer su “obra parasimpática”? Menudo majadero sería yo si desperdiciara esta oportunidad que usted..., sí, no me mire con esa cara de aburrimiento, usted me está brindando. Haga el favor de entregarme algún escrito suyo, y márchese de una vez. Me ha puesto de muy mal humor. Pero una cosa no quita la otra. Necesito leer algo de usted ya. No puede negarse, usted sabía que venía a eso. Dio el permiso por escrito, todos sabíamos de qué se trataba. No me diga ahora que se echa para atrás. Eso es imposible, sería ilegal. Dígame que seguimos en esto. Dígamelo, no deje que le suplique más. Esto me está superando.

[Unos segundos de silencio. Saca del bolsillo de su pantalón un folio doblado y se lo entrega]

- Esto lo acabo de escribir hace un rato ahí fuera mientras esperaba. Se me ha hecho tardísimo. Tengo que irme.

- Pero, ¿se va? ¿No espera a que lo lea?

- No. Debo marcharme. Ahora ya no puedo. Hágase cargo, eso que he escrito, un impulso absurdo, es ya suyo.

[Se marcha]


[Con el folio en sus manos, comienza a leer en voz alta]


“ Mi nombre es Juan Pozo, tengo 65 años, pero aparento muchos menos, casi diez menos, según mi mujer. No es que me preocupe mucho el tema. La realidad es que yo cada día me veo más viejo. Ahora estoy aquí esperando a que me haga una "entrevista” un señor al que han convencido de que soy escritor. No sé quién le ha podido meter esa idea en la cabeza. Yo no, desde luego; no lo conozco de nada. Me incomoda esta espera, y acabo de llegar...
En un momento traspasaré esa puerta y me convertiré en un pobre hombre gris superado por la situación. No me gusta. Yo soy más de paseos por el campo, leer en casa tranquilo, escuchando música de jazz, sobre todo. Si tengo que hablar con un desconocido de algo que no existe y resulta que estoy equivocado, no sé cómo reaccionaré y eso me inquieta sobremanera. ¿Qué hago yo aquí?
Escribo mucho, le diré. Escribo como respiro. No, si ya verás tú como me sale un poema. Mira que lucho contra este vicio mío. Soy incorregible. Sé que tengo un problema y ahora se lleva convertir problemas en poemas. Lo he leído no sé donde. Cuando era niño, solía fantasear mucho: imaginaba personajes y les daba voz, los interpretaba y los dirigía caprichosamente. Me corregía a mí mismo si alguna vez sentía que no lo había dado todo.
No me interesa su opinión le diré. Me arriesgaré y seré un maleducado. Ya sé: interpretaré un papel. Otro más. Será facilísimo. Ya estoy más tranquilo.

Pase, dice. Menudo papelón." 







De RELATOS PARASIMPÁTICOS (Un impulso absurdo)



Teo.
10 de Febrerro de 2014