miércoles, 30 de abril de 2014

ORÁCULOS IMPERFECTOS.




     Me aferraba a su cuello, lo apretaba tan fuerte que casi no lo dejaba respirar. A pesar de mis pequeñas manos, de mis bracitos de niña canija, me enganché a él con tanta fuerza que habría sido imposible despegarme. Creo que llegué a hacerle daño. Mi llanto, mis sollozos pegados a su oreja, mi pánico, en definitiva, tampoco le hacían fácil la maniobra. Mi padre me sostenía en sus brazos dentro de la piscina e intentaba, infructuosamente, calmarme.No recuerdo cuánto tiempo estuvo conmigo en ese infierno. Como fue tan traumático, imagino que a ambos nos parecería eterno. 

     Regresamos a casa y se lo plantó a mi madre:

- Toma los carnés. Es tontería que seamos socios. Ya puedes tirarlos, si quieres, para lo que van a servir... Esta niña es un caso perdido.

     Y la niña, con los ojos muy abiertos, fue sentenciada. Entendí perfectamente que estaba negada: lo había dicho mi padre.

     Lejos de sentir vergüenza, miré fijamente a mi madre (ella no sabía nadar y siempre había manifestado su miedo al agua) y sentí un odio impropio para mi edad. Me odié a mí misma por no haber sido valiente y que mi madre pudiera enorgullecerse de mí. Y odié a mi padre porque comprendí, [tan pequeña (qué curioso)] que no hablaba solo de mí; la niña había montado un espectáculo en la piscina delante de todo el mundo, sí, pero en su tono, mirando a mi madre, sus palabras querían decir: "tú tienes la culpa de que esta enana tenga fobia al agua". 

     Si mi padre hubiera sido consciente de sus palabras, quizá no las habría dicho, o no delante de mí. Fue con el cuento a mi madre y eso no se lo iba a perdonar en la vida. Ocho años parecen pocos para tener las cosas claras. Yo maduré pronto.

     El problema era mi estatura. No hacía pie en el lado más bajo de la piscina. Esa era mi tragedia. La piscina "grande", incluso la parte menos honda, estaba vetada para una miedica bajita como yo. Para más inri veía como otros niños y niñas, igual de bajitos que yo, eran capaces de tirarse y nadar hasta el bordillo; agarrados allí, descansaban y con un gran impulso alcanzaban la escalerilla y otra vez se lanzaban al agua. Tal actividad frenética me atrajo sobremanera. Los observé durante mucho rato intentando encontrar la clave, el secreto de su voluntad, de su arrojo y fui consciente de que sus actos provocaban una felicidad extrema. La alegría en sus caras mojadas; las carreras y risas con sus cuerpecitos empapados me revelaban que aquello para lo que yo "estaba negada" [según mi padre], podía regalarme una diversión y felicidad que yo no estaba dispuesta a perderme. 

     El miedo, ese paralizador del juego, no podría conmigo. O sí, pero después de haber intentado algunas estrategias que mi pequeño cerebro ya estaba procesando. La combinación escalerillas y borde de la piscina eran sin duda la clave para conseguir mi objetivo: bajar por las escaleras despacio, agarrándome, y sujetarme con fuerza a ese borde era mi único salvavidas. Luego, el recorrido tendría que repetirse por toda la línea del borde de una punta a otra, de una escalera a otra. Para ello mis manitas, mis dedos tan tiernos se apoyarían sobre ese bordillo duro, áspero y escurridizo; mi cuerpo, sumergido casi al completo y mis piernas moviéndose sin parar harían el resto...

     Mi avance era de derecha a izquierda y luego de izquierda a derecha. Dios sabe cuántas veces repetí esa maniobra, ese recorrido casi cómico, visto desde fuera. El esfuerzo era máximo pero mi obstinación me llevaba a no detenerme; incluso cuando me encontraba con alguien que pudiera obstaculizar mi camino, me paraba y esperaba a tener nuevamente vía libre. Me imagino que me veían tan enfrascada en este ritual que solo me interrumpían unos segundos. Salían nadando, salpicando agua y casi cegándome. Yo me mantenía firme intentando no desestabilizarme ni física, ni emocionalmente. Sabía que todo este proceso tenía que ser una experiencia positiva. Intuía que valía la pena agotar mi pequeño cuerpo, cada vez más relajado en el medio acuático. El agua era diversión garantizada. El agua no era ni tan amenazadora, ni tan difícil de dominar. Era cuestión de perseverar, de practicar y sobre todo de perfeccionar mi tímida pero efectiva técnica.

     Nadar, en ese momento para mí, consistía en meterme en el agua y no sentir pánico, agarrarme fuerte en el borde y avanzar (ir a la derecha o a la izquierda a lo largo del borde). No soltarme, al principio, pero poco a poco ir quitando una mano, mover las piernas, balancearme... Meter la cabeza debajo del agua era algo que vendría antes de lo que yo nunca hubiera imaginado. Yo sola había logrado convencerme de que podía. No consigo acordarme del momento en que empecé a flotar, a nadar como "los perritos" (así lo llamaban). Creo que fue algo natural debido a mis inagotables y genuinas prácticas natatorias.

     Hubo importantes daños colaterales o, mejor dicho, "digitales". Las suaves y tiernas yemas de mis deditos las tuve en carne viva durante unos cuantos días. El roce del borde había provocado semejante carnicería. Cuando mi madre lo descubrió, yo le juré (le mentí) que no me dolían en absoluto. Le quité importancia, orgullosa de mi hazaña. Mis dedos quemados, se iban fortaleciendo, se encallecían, huellas renovadas que me servirían para otra cosa, quién sabía... 






     Me viene a la memoria este recuerdo de mi infancia y creo (estoy segura) que esta experiencia dejó una impronta en mi carácter que formó ya parte de mi personalidad futura: aunque te duela, si le pones fuerza, convicción y, sobre todo, partes del hecho de que solo al final puedes decir si algo "es"o "no es", seguro que siempre merecerá la pena intentarlo.

     "No puedes". "No podrás". "No, tú, no." 
     Atrevidas negaciones. Audaces sentencias. Oráculos imperfectos.



Teo
30 Abril 2014




                                  




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