lunes, 6 de octubre de 2014

El autobús de las diez y cuarto



Estaba esperando a que dieran las diez. Solía levantarse temprano, se preparaba y siempre le sobraba tiempo. Como ahora, más de media hora de adelanto. Eso le daba rabia. No era capaz de calcular el tiempo que le llevaría estar lista. Bueno, mejor que sobre que no que falte, se decía siempre mentalmente. Podría tomarse un segundo café negro, sin azúcar, aunque eso le incomodaba porque recién se había cepillado los dientes, por eso de estar ya lista... Sin darse cuenta, en un plisplás, ya son las diez.


Hoy ha conseguido que le sobren veinte minutos. Algo es algo. Va mejorando en eso de calcular el tiempo. O quizá sea debido a que se ha entretenido más que otros días en levantarse, arreglarse, desayunar... Sentía un cansancio que la ralentizaba. Se lo notaba en las piernas: pesadas y torpes. Sus movimientos los había notado más lentos y al final eso significaba tardar más en todo. Aún así, todavía le habían sobrado veinte minutos. Hoy necesita ese segundo café, aunque ya se haya lavado los dientes. La cafeína le ayudará a ponerse a funcionar más rápido.


Está claro que levantarme a las ocho de la mañana, es tiempo más que suficiente para estar lista a las diez. Dos horas son mucho y siempre me sobra tiempo. Pero, sabéis, prefiero que me sobre a que me falte. Así voy tranquila, sin estrés, sin agobios. No está la cosa para echarle más tensión. Total, esperar a que den las diez me hace reflexionar sobre el tiempo. Cuando den las diez, yo me marcharé como todos los días. Cerraré la puerta y caminaré hacia la parada del autobús. Cogeré el de las diez y cuarto. Si no hay retraso, solo esperaré unos minutos como mucho.


Todos los días, festivos incluidos, durante casi ya un año, sus mañanas son siempre iguales. A las ocho en planta, desayuno y aseo. De punta en blanco a esperar a que den las diez. Llueva, con viento, haga calor; verano, otoño, invierno y, como ahora, primavera. Siempre el mismo ritual. Trescientos veintiocho días lleva repitiendo este modo de amanecer: espera hasta que dan las diez y sale de su casa a coger el autobús, sobre las diez y cuarto, minuto más, minuto menos.


Ahora está hablando con él. Lo besa, le acaricia el rostro. Sonríe, lo mira como si fuera la primera vez. Aquella primera vez cuando lo miró y un mar azul la inundó, ahogándose en felicidad. Se lo recuerda. ¿Te acuerdas de la primera vez que nos miramos? Fuimos tan atrevidos, estuvimos sin hablarnos durante horas; pero no dejamos de mirarnos, hipnotizados...


Tener que coger el autobús a las diez y cuarto, minuto más, minuto menos, la disciplina. Hace que todos los días sean iguales. No un día a las diez, otro a las diez y cuarto, otro a las diez y media. No. Ella tiene una cita ineludible y no puede estar fluctuando en su ritual. Es muy cómodo saber que a las diez y cuarto, minuto más..., ella cogerá ese autobús que la llevará cada día a encontrarse con él. Le ayuda muchísimo esa rigidez en sus actos. Sin el más mínimo cuestionamiento es muy fácil dejarse llevar. Si todo lo verdadero ocurre, si la noche sigue al día, y después amanece irremediablemente, el tiempo, ese reloj tan preciso, seguirá marcando la hora. Acaso pueda eludir la mañana que se abre en la ventana corriendo las cortinas, pero el día detrás está pasando. La vida pasa como ese autobús de las diez y cuarto.


Siempre nos ha gustado mirar el mar en silencio. Durante años hemos venido hasta aquí a contemplar los azules, a oler la sal, a ver la gama de colores del cielo, a respirar juntos este paraíso que se nos ofrece. Vivir cerca del mar nos hizo mejores. Su belleza se pegó a nuestra piel. Enriquecía nuestras vidas; era un extra del que podíamos presumir. Tú nunca has sido de "dártelas de nada", pero cuando hablabas del mar, lo hacías con una sonrisa que delataba el orgullo de quien posee algo muy preciado. No era cuestión de dar envidia porque ese milagro no estaba vetado para los demás; sin embargo siempre me he preguntado si en en el fondo tú sabías, veías algo más de lo que el común de los mortales no nos percatábamos. ¿Qué secreto habías descifrado para sentirte tan orgulloso de poder ver, sentir, amar, gozar de tu mar? Yo me contagiaba de ti y era consciente; y era feliz, y veía con ojos nuevos todo lo que tú me comentabas. ¿Te has fijado como huele hoy?, parece que hay una conspiración para que todo esto pase. Eso decías y yo te creía, como si hasta ese momento no comprendiera la vida.


El tiempo pasa. Llegar hasta este día, el trescientos veintiocho, no ha sido difícil, si, como es natural, a un día siempre le seguirá otro y otro; otro mes, un año más... Días que pasan uniéndose en una línea recta o curvilínea, a veces en espiral. Amontonándose las jornadas, ocupando nuestro espacio, abarrotado ya por la constante cadena de los días que pasan.


Y hoy, como otros días, aquí está ella. Contempla el mar y sueña.
No sabes cuánto he cambiado durante este tiempo que vengo aquí, a estar contigo un rato, unas veces corto, otras más largo, según cuadre. Para mí es suficiente con saber que vengo y aquí estás tú, sin fallar ni un día, como las cosas que son de verdad. Pues sí, he cambiado porque ya no soy la misma. No quiero decir que tú no me reconocerías, no es eso. Dentro de mí tengo mucho más de lo que nunca habría imaginado: me he llenado. Si puedo decir que estoy completa, no es un farol. Lo estoy, ya he recompuesto las partes rotas dentro de mí. Más o menos las he arreglado y puedo apañármelas. Ahora sé que puedo. Quizá he podido siempre. No sé, todo esto me está ayudando. Una vez más tú me salvas.


Ya sabe que completará el año, los trescientos sesenta y cinco días. Ha llegado lejos, total, ¿qué le quedan? Treinta y siete días le faltan. Los cumplirá, ya es rutina, no incomoda, es algo que se hace sin pensar, no cuesta, ya está integrado. Cuando haga el año, no seguirá esta peregrinación diaria. No volverá a coger el autobús de las diez y cuarto. Ella nunca ha sido de coger autobuses. Le gusta conducir y el coche siempre le ha dado mucha independencia. No quiere decir que no volverá alguna vez a su cita. Puede que lo haga pero no de este modo que lo ha venido haciendo durante este último año. Treinta y siete días y acabará esta peculiar "performance" que ideó una mañana casi sin proponérselo. Desde el primer día sintió que aquello le venía estupendamente: ir a encontrarse con él en el único sitio donde podía estar si no se hubiera ido ya para siempre.


Con su media sonrisa comienza a andar alejándose, se vuelve un segundo y hace un gesto con la mano: hasta mañana, amor mío. Sigue caminando.




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 "Quiero que vivas mientras yo, dormido, te espero,
  quiero que tus oídos sigan oyendo el viento,
  que huelas el aroma del mar que amamos juntos
  y que sigas pisando la arena que pisamos."
                                       Pablo Neruda