martes, 19 de marzo de 2013

UNA MOSCA EN UNA CAJA DE CERILLAS


Tenía una mosca encerrada en una caja de cerillas. Era una caja pequeñita pero suficiente para la mosca. Le había arrancado las alas y daba saltos incontrolados...no parecía afectarle su nueva morfología, sin alas.
     

No tenía más de ocho años, era una niña dulce y educada, o eso me dijeron después cuando fui mayor. Este ritual me acompañaba en épocas prolongadas y siempre la misma rutina. Antes que nada tenía que cazarla. Atrapar una mosca se me daba bastante bien. No recuerdo cuándo fue la primera, pero sí me di cuenta en seguida de que eso era una habilidad con la que yo había nacido.


Primero de todo, y una vez localizada la mosca, esperaba que se posara en algún lugar, accesible a mí por supuesto, y ahuecando mi manita derecha me acercaba sigilosa, sin respirar, hasta el animalillo. En una décima de segundo, ¡zas!, trincaba al insecto y mi mano cerrada, sin apretar, contenía el premio. Luego venía lo más delicado: abrir con sumo cuidado la mano e intentar coger la mosca, sin que echara a volar, con la mano izquierda y sujetarla sin presionar demasiado porque de lo contrario caía cadáver cuando la soltabas. Ahora se me antoja una operación bastante compleja para una niña de esa edad, pero yo no la recuerdo como difícil, o sería que de tanto practicar me perfeccioné y mis movimientos eran delicados y seguros hasta conseguir tenerla entre el índice y el pulgar de la mano izquierda, reteniéndola un segundo sin aplastarla, y con el índice y el pulgar de mi mano derecha disponerme a realizar la amputación de sus alas. Como si de una operación rutinaria se tratara llegué a hacerlo como quién pela gambas, despreocupada y sin problemas.


Una vez "des-alada" la mosca, la soltaba en el suelo y comprobaba su estado, la mayoría de las veces perfecta; sin alas, pero moviéndose y, para mi mente infantil, hasta contenta con su nuevo "look". Ya le tenía yo preparada su cajita de cerillos pequeñita pero ideal para estos casos. Antes de encerrarla en ella (no era ese mi objetivo principal) la observaba detenidamente, quizá intentaba captar parte de su morfología en la que encontrara algo que me diera la pista para ponerle nombre, eso era lo que más me costaba. Nunca conseguía rápido un nombre que me gustara...
     

Tras un rato de convivencia con mi mosca, podrían ser unos minutos, porque en la mente de un niño el tiempo está "zumbado", eso todos lo sabemos; aunque después creces y es una misma la que "se zumba" y el tiempo va como un reloj. Como digo, después de dejar que el animal saltara un rato, yo lo tocara otro rato, llegaba el momento , para mí de lo más natural, de guardarlo en su cajita para que descansara, protegerlo y sobre todo conservarlo como "mi mosca".
     

Según la necesidad que yo tuviera con mi recién adquirida mascota, abría la caja, la sacaba, la miraba y vuelta al encierro. Otras veces, olvidándoseme la caza, resultaba escalofriante volver a la cajita y encontrarte la mosca quieta, como durmiendo, más muerta y deshecha...
     


Nunca le metía comida porque yo no había visto una mosca comiendo, volaban sí, incordiaban posándose en sitios y cosas que los mayores ponían mucho interés para que eso no pasará. Quizá necesitaban agua, pensaba yo, pero eso era muy complicado de meter en una caja de cerillas...


No me parecía un animal sucio como oía por ahí. Me resultaba simpática su manera de ser tan pequeña y volando, y después sin alas, dando saltitos... Y qué iguales me parecían todas. Eso me dio que pensar bastante. En mi afán de cazar moscas un día sí y otro también para guardarlas después en la caja de cerillas, pude comprobar cuán idéntica es una mosca a otra. El hecho de que aparecieran muertas en su caja y la rapidez con la que yo podía reponerlas me animaba a continuar con esta práctica inagotable.
     

Mi madre una vez me pilló la cajita con la mosca dentro, todavía viva en esa ocasión. Su cara y su gesto de asco me pareció muy fuera de lugar. Me explicó no sé qué de enfermedades y que eso era asqueroso,vamos, que me lavara las manos mil veces y me olvidara de mi afición. Yo creo que mi madre, a pesar de su discurso, en el fondo estaba tranquila porque la caja era de cerillas, pero vacía, y a mí no me había dado por quemar algo, sino por cazar una mosca, cortarle las alas y meterla ahí, bien calentita.
     

No puedo recordar el momento en el que mi afición fue decayendo hasta no volver más a ella. Supongo que ya mayor comprendí lo inútil de esa práctica, además de cruel. Sin embargo, y aunque han pasado tantos años, cuando veo una mosca posarse en el cristal de la ventana me vienen imágenes de una niña con unas manos tan pequeñas...